sábado, 3 de julio de 2010

La búsqueda de la Justicia

Un día que no tenía nada que hacer decidí salir a buscar la JUSTICIA, como quien busca setas.

Todo marchó bastante bien por algún tiempo. Luego noté que el aire enrarecía y que muchas de las personas que me acompañaban hacían muecas sorprendentes, adoptaban actitudes extrañas y se miraban entre sí con suspicacia. Muchos abandonaron con las excusas más triviales. Otros, enzarzados en disputas encarnizadas por meros detalles acerca del plan de la excursión, se quedaron rezagados o se desviaron y perdieron por los intrincados vericuetos de la comarca. Nunca los volví a ver.

Cada vez era más difícil conversar con alguien; las opiniones eran ya tan sutiles como filos de cuchillos, que herían al interlocutor al menor descuido; la exaltación crecía, las miradas adquirían una rara fijeza y no eran ya para este mundo.

Me fui quedando prácticamente solo. Excepcionalmente, algún extravagante visionario ascendía enloquecido entre las rocas.

No sé cómo seguí. Ajeno a los requerimientos de mi cuerpo descuidé de comer y dormir, y solo mi excitación me mantenía.

La JUSTICIA no es algo vegetal y sedentario: ni una flor ni un árbol. Es mas bien paradójica y transeúnte; huidiza y casi errática. Así, aunque existen numerosas teorías acerca de los lugares por donde transita, es tan vasta y abrupta la zona y tan fugaz su paso que encontrarla se reputa por casi imposible, tanto más si se considera que solo se hace visible para aquellas personas que se mantienen en un estado tal de inocencia primigenia que bien podría tomarse por extrema simpleza o imbecilidad congénita o para aquellas otras que han llegado a alcanzar un grado muy elevado, casi inhumano, de perfección y desprendimiento de sí mismas, que algunos ilusos confunden con falsos misticismos y exóticas gimnasias.

Así que vagué alucinadamente mucho tiempo – quizá años – por aquellos parajes, en compañías ocasionales de difícil trato o solo, hasta que llegué a dudar no ya de la utilidad del esfuerzo sino de la existencia misma de la JUSTICIA, desengañado al cabo de los más que dudosos relatos de algún que otro buscador semiagonizante, mental y físicamente destruido por decenios de agotadoras y frustrantes pesquisas.

Pero llegado al grado adecuado de extenuación y desprecio de sí e identificación con la tarea abrazada es ya imposible cambiar sin volver a nacer: porque nada tiene ya valor comparable y la sed de JUSTICIA ha cobrado naturaleza propia en uno mismo y, por otra parte, viene a ser demasiado tarde para emprender la larga y paciente tarea de confeccionarse una falsa conciencia a la medida.

Mas no tardando mucho me fue dado vivir una ocasión única en generaciones y generaciones: porque SE ME MANIFESTÓ LA JUSTICIA. Nunca supe por qué.

Me sentaba como cada tarde, desalentado, sobre una roca plana a la entrada de un angosto desfiladero. Un peculiar cloqueo atrajo mi atención. ERA ELLA: a pesar de la forma inesperada en que se me presentaba no tuve duda alguna. Plantada ante mí, pues le cortaba el paso, se detenía sorprendida una inimaginada gallinácea. Era como las de Guinea, pero en gran talla; grueso corpachón y toscas y fuertes patas, pero cubierta de un finísimo plumaje semejante al de las garzas, de un gris profundo como las panzas de las nubes preñadas de lluvia, aunque refulgente con maravilloso resplandor propio.

Solo un instante se detuvo, y curioseó con oscilaciones de su cabeza mi espantada figura. Después prosiguió su veloz marcha.

Mi responsabilidad ante la Historia hizo que me sobrepusiera al momento de mi estupor y tratara de alcanzarla. Mas pronto advertí que mi esfuerzo era inútil. ELLA corría demasiado y no habría de tardar en desaparecer para siempre por entre aquellos laberintos de piedra y con ELLA una oportunidad irrepetible en varios siglos. Entonces grité, grité desde mis raíces dando aullidos terribles. Pero no se detuvo.

A punto estaba de desaparecer tras de un recodo distante cuando comencé a llorar desesperadamente. Y el punto que ELLA era no más se inmovilizó sobre el horizonte. Y con ELLA todo cuanto vivía y no vivía se detuvo y mi llanto cesó.

Entonces, a cortos pasos primero y a grandes trancos más tarde, desanduvo el camino y se detuvo de nuevo ante mí, que yacía agotado en el suelo. De nuevo, ladeando a una parte y a otra su inexpresiva cara de ave de corral y subiendo y bajando varias veces la cabeza escrutó mi persona largamente. Al fin, dándose la vuelta en rápido movimiento, me ofreció su culo y parió en mis manos un enorme huevo, rematando la operación con un sonoro pedo de raro perfume.

Y mientras que yo, atónito, temblándome todo el cuerpo, me abrazaba a su óbolo temiendo dejarlo caer la insólita ave se esfumó no sé cómo ni por donde.

Bajaba yo fuera de mí, abrumado por la responsabilidad y el peso del huevo. Porque la JUSTICIA se deja ver muy raramente entre los hombres pero su aparición deja efectos duraderos y acumulativos en los pueblos, y no simplemente ocasionales o en beneficio de pocos, y no era cosa de que ocasión tan difícilmente alcanzada se malograra por un mal paso. Pero debieron de ser mi excitación, mi extremada debilidad, que había minado mi naturaleza, el agobio de la carga o las escabrosidades de aquella difícil senda unidas a mi mala suerte que hicieron que diera un traspié y me despeñara muralla de roca abajo hasta el fondo de un valle, donde vine a estrellarme y conmigo el gran huevo que, despachurrado, me rebozó de pies a cabeza.

Algo me mantenía con vida sin embargo tras de esa caída mortal, sólo atenuada por la levedad de un cuerpo consumido por tanto ascetismo y tantas privaciones hasta no ser otra cosa que una mera excusa material que sustentara el firmísimo propósito de llevar adelante mi misión. No obstante, con todos mis huesos rotos, era incapaz de moverme; y mi porvenir era acabar en aquellas soledades, triste despojo rebozado en jugo de JUSTICIA.

Así que durante días di sin cesar grandes voces mientras que la sustancia del huevo, dotada de maravillosas propiedades, penetraba por entero en mí, llenándome y proporcionándome una paz desconocida y una gran serenidad.

Al fin, a mis voces y a un muy notable resplandor que de mí comenzaba a emanar, hubieron de acudir gentes, que me rodeaban pasmadas y, más tarde, rendidas de veneración y respeto, hasta reunirse una gran multitud que desfilaba incesantemente ante mí.

Con aquello no adelantábamos nada ni sacábamos nada en limpio, y más que yo notaba cómo se iban acabando mis escasísimas fuerzas. Así que, reuniéndolas todas dije a la multitud:

- Buenas gentes, dejaos de adoraciones y otras reverenciales gilipolleces. Esto que me reboza y me penetra no es otra cosa que el jugo del fruto de la JUSTICIA, que sólo muy raramente se logra y que es preciso que los pueblos consuman para que mejoren y den saltos cualitativos perdurables. Así que sería una pena que éste se echara a perder. Y no os digo más, que ya entenderéis lo que tenéis que hacer.

Entonces la multitud prorrumpió en lamentaciones y otros píos dengues por un rato, y luego, resignada pero aplicadamente, obró como tenía que obrar. Como siempre se hizo.

Y así, mística pero efectivamente devorado, acabé felizmente mi existencia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente narración. Parece que fue fácil la búsqueda de la Justicia, porque en la realidad ni los muertos la tienen -para su y nuestra desgracia-.

Te dejo un soneto satírico en mundopoesía, sobre este tema, que hice:

http://www.mundopoesia.com/foros/poemas-generales/289858-para-el-partido-de-hoy.html

Un saludo, David (antes poetanovel, ahora me he cambiado de nick)

Francisco Redondo dijo...

Gracias por tu visita, David. Ya visité y comenté tu soneto.